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Tras el muro y el bambú. Por Charlie Bravo.

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Hong Kong.

Después de 16 horas de vuelo se llega a una de las grandes metrópolis del Asia contemporánea, donde la expresión “lujo oriental” es algo redundante: si es lujoso, y oriental – sin que por un instante falte lo occidental- entonces está en Hong Kong. Las diversas islas y otros territorios que conforman Hong Kong fueron absorbidos de facto por la China comunista a partir del primero de julio de 1997 con la expiración del arriendo del enclave británico: la población decididamente anti-Pekín ha sobrevivido todos estos años gracias a su ingenio y su tesón.

Es una ciudad extensa, con gran densidad de población y con áreas verdes maravillosas. Grandes boutiques de lujo sirven a los habitantes y al turista, y al lado de estas hay callejones con mercados tradicionales asiáticos, el pescado y el marisco, el huevo, la carne, los vegetales y productos tradicionales se ven por todas partes, al lado de restaurantes microscópicos que presentan sus platos con una presencia y calidad que provocan la envidia de los más exclusivos restaurantes de lujo. La cocina local es excelente, abundante, la presentación es exquisita y la atención es impresionante. En Hong Kong todo el mundo parece amistoso y tranquilo con la excepción de la anciana que se encabritó de mala manera cuando quise fotografiar a su gata, que comía tranquilamente en su tarima del mercado. Paso por el hotel Mandarín Oriental y me doy cuenta que el nombre le viene muy bien al chino viejo de Birán, Raúl Castro, el vice dictador suplente de Cuba.

Las  cocinas de los restaurantes de esos callejones tan típicos de las viejas películas de Bruce Lee parecen salidas de la obra de Dickens, en los días de la revolución industrial, son pequeñas, claustrofóbicas, humeantes y con las llamadas que salen del wok cuando se incendia el aceite o riegan los ingredientes con licor de jengibre. Uno puede pasar por la más pintoresca y estereotípica escena hongkonesa, o por frente a uno de los más exclusivos joyeros del mundo o un importante banco y todo está limpio, con abundantes arreglos florales. Una visión típica es la del propietario del pequeño negocio barriendo constantemente fuera de su local y la de los verduleros de los mercados al aire libre, que limpian todo como posesos, para beneficio general. Otro de los contrastes más interesantes son los andamios de construcción hechos de varas de bambú. Nada más curioso que este antiguo método empleado para escalar por la piel de edificios modernos. Se ven muchas mujeres que vienen a trabajar como domésticas y niñeras, filipinas e indonesias, que pasan sus días de asueto en los parques de la ciudad. La historia de éxito entre los inmigrantes pertenece a los boat people vietnamitas, que son sumamente emprendedores.

El hotel está en la península de Kowloon, llamada “the dark side” por las guías turísticas, no sin razón, ya que es la Meca de comerciantes árabes, africanos, malayos, paquistaníes, indonesios e hindúes que se dedican a la venta de artículos falsos que sólo compran los turistas para disgusto de los nativos. Uno de ellos trató de venderme copias de artículos de lujo a la vez que pretendía tenderme una encerrona para estafarme; quitarlos de encima no es nada fácil, por lo persistentes que son. En Hong Kong la única nota discordante la dan estos personajes y alguna boutique de lujo, de cuyo nombre no quiero acordarme, que vende unas cajas pintadas bajo un nombre francés con la jeta del Che Guevara sobre ellas, al grito de izquierdosos de todos los países uníos -pero claro, bajo la protección y la abundancia capitalista para celebrar a su destructor- americanos de la izquierda trasnochada jadean orgásmicos.

Tengo que hacer la pregunta, porque los paralelos no pueden ser más evidentes…. Y la respuesta es que no, los habitantes de la China comunista no pueden ir libremente a Hong Kong, los comunistas aún patrullan la fronteras armados para impedir que un pobre cantonés se dé a la escapada, y sí, los hongkoneses mandan remesas a sus familiares y amigos en China y además invierten en los negocetes privados de éstos desde Hong Kong. No, no se permite la emigración de China a Hong Kong, y el que tenga la suerte de casare con un residente de la ex colonia está hecho, pues recibe los mismos privilegios que un hongkonés nativo. Por otra parte el chino de China pasa más tribulaciones que Jean Paul Belmondo en su película para poder visitar a Hong Kong y sólo los gerifaltes del partido, infiltrados, y familiares de los residentes de la ex colonia son los que pueden hacer el viaje. Naturalmente, Pekín ha instalado una elite en Hong Kong, para chafarle y chuparle los recursos…. El hongkonés los reconoce hasta por el caminado y así lo señalan. No puedo menos que pensar que cuando Carlos Alberto Montaner desea para Cuba que sea como Hong Kong no se da cuenta que ya Miami es a Cuba como Hong Kong a la China Roja, con el mismo tipo de relación, ambas dictaduras comunistas se dedican a sacarle hasta el tuétano de los huesos a los exiliados y sus descendientes en estos enclaves de exiliados. Montaner sin embargo pierde la perspectiva, el modelo para Cuba no puede ser el de Hong Kong ni el de Singapur o Macao, tendría que ser el modelo de la prosperidad pre-castrista actualizado con los avances en ciencia, cultura, tecnología y sobre todo con valores y principios. La recuperación del modelo que funcionaba es lo que tendría que lograrse, ya el modelo de prosperidad existe en Miami. Y la relación de esta ciudad con Cuba es lo mismo que se ve aquí con la voraz China. Si se descuidan los chupan.

Luego de varios días en Hong Kong maravillándome de la cultura culinaria, después de ver un patito de goma gigante en la bahía que atrae montones de curiosos y del agradable pasear por una ciudad donde los habitantes caminan por pasarelas modernas y por empinados callejones, y por los parques y jardines tradicionales y de la cultura china que se respira doy el salto a lo que dejé hace más de veinte años detrás, estoy en la estación del tren con destino a la ciudad de Cantón, en la China roja. La estación de trenes en Hong Kong es luminosa, ordenada y precisa. Hay trenes a las áreas rurales del antiguo protectorado, y un área reservada a “los viajes a China” tal y como la hay en el aeropuerto de Miami para los viajes a Cuba. Cambio la moneda local y muestro los billetes con la efigie de Mao a un simpático vejete que nos ha acompañado y este se lleva los dedos ambos lados de la frente saca la lengua y se lanza en una micro danza diabólica. La mayor parte de los visitantes a China la forman los comerciantes de pacotilla falsa, que van a Cantón a avituallarse de sus mercancías, una buena parte son turistas ideológicos americanos y europeos, que van a insuflarse una manguera de ideología nostálgica maoísta por el más recóndito de sus agujeros, y una buena parte son hongkoneses que van a llevar dinero o regalos a sus familiares. También están los chinos que regresan al redil, con cantidades industriales de papel sanitario, muy simbólico, claro. Entre ellos un empresario de Cantón, que aprovecha para hacer negocios por su cuenta en Hong Kong y esconder dinero fuera. Conozco a una chica que se bajará en la primera parada del tren en la ciudad de Shezhen a dos cosas, la primera ver a un traficante de libros occidentales impresos en China y a ver a la manicurista, a la que lleva esmaltes y productos de moda. Pasamos la frontera, un guardia hosco, con un uniforme tres tallas más grandes, sucio y ajado, frente al emblema rojo de la hoz y el martillo recién (re)pintado sobre un cochambroso muro lo anuncia. La inscripción maoísta debajo del emblema esta descolorida y borrosa, como de otra época, pero ahí sigue diciendo que todavía es vigente, aunque de modo solapado.

El trayecto.

El recorrido en tren de Hong Kong a Cantón estuvo marcado por un fuerte contraste, antes de cruzar la frontera los campos se veían bien trabajados y organizados, con casas de campo sin lujos, aunque bien construidas, y con vehículos de trabajo aparcados frente a ellas; los campos seguían un trazado geométrico bien determinado. Después del cruce, los campesinos se veían desnutridos y al lado de los terrenos tenían sus chozas hechas con materiales de desecho. Los sembradíos más bien parecían conucos que campos de producción agrícola organizada. Se veían – desde el tren – militares en motocicletas y otros vehículos anticuados y de tanto en tanto un pueblo polvoriento. En la distancia, algunas casas de dudoso lujosa, con entradas flanqueadas de palmas reales, evidentemente propiedad de algún que otro magnate partidista y muchos bloques habitacionales prefabricados con ropa colgando por todas partes. El cielo, gris y plomizo, ya nos acercábamos a la nube de contaminación ambiental que se cierne sobre la ciudad de Cantón, producto de las industrias que se ceban del trabajo esclavo promovido por el régimen como una de sus grandes ventajas en el orden de los negocios. La estación de trenes es un espacio desproporcionado, gigantesco con un eco horrible. Me recuerda una escena cinematográfica de las cárceles de la novela 1984. Pasamos bajo un domo enorme, y un tipejo uniformado se ofreció a llevarnos las maletas y un taxista ilegal a llevarnos hasta el hotel. La estación, hasta entonces vacía, pareció llenarse de repente de una enorme cantidad de personas. El taxista condujo como un poseso en medio de una ciudad oscura y lluviosa. Llegamos al hotel, un enclave para turistas, de un gran lujo, en contraste con la ciudad que le rodea, que es pobre y sucia. Sensación de déjà vu, recuerdos.

Guangzhou Cantón.

Guangzhou, que es el nuevo nombre de Cantón según la pronunciación local, opina promisoria desde la ventana del hotel. Si en la noche era simplemente oscura y desolada, con figuras que se deslizaban de no lado a otro en los callejones y con peatones cruzando la calle entre un tráfico no muy abundante, en la mañana la visión es otra. Gris, plomiza, desde esa cúpula de polución que se cierne sobre la ciudad, hasta el color de los edificios, y el ánimo general de los transeúntes. Todo es gris. El tráfico es caótico, las líneas que demarcan las sendas están ahí como elementos decorativos solamente, los autos y autobuses las ignoran. Los intermitentes no se usan, y los taxistas van a la carga contra peatones y ciclistas. Se ven pocos ciclistas, hasta las bicicletas están escaseando en esta ciudad. Regresamos al hotel. Una manada de prostitutas colombianas anda en tratos con pacotilleros musulmanes, como nos había dicho antes un piloto americano. Los árabes no parecen ser muy generosos con las prostitutas, y estas piensan que no hay una actuación estelar de los machos musulmanes que merezca un precio de amor, más bien piensan que deben pagar un poco más por la molestia. Los habitantes de la ciudad tienden a ser toscos, mal encarados y alérgicos a la sonrisa, claro está, viven bajo una terrible dictadura, con carros jaulas minúsculos aparcados en las esquinas listos para sacar de paseo a cualquiera. El extranjero no escucha la palabra gracias de nadie, todo el mundo piensa que estamos aquí para dispensar dinero a diestra y siniestra por servicios inexistentes. Todo el mundo aquí parece necesitar con urgencia una ducha y una muda de ropa limpia, más un plato de comida decente y caliente. Los mercados agrícolas, sin productos locales, sólo con alimentos pre-empacados de dudosa calidad, pero con mucho color en las etiquetas y quizás una buena cantidad de productos químicos bajo la cáscara. No hay un mango ni un higo, ni un mamey ni un aguacate a la vista, ni una mazorca de maíz, ni un ajo, todo esto lo hay en versión de economía centralizada en tres o cuatro paquetes demasiado cercanos a la fecha de vencimiento. Ni hablemos de la ausencia de pescados o mariscos, cerdo o carne de res. Ni hablar de la oportunidad de cazar o pescar para llenar el caldero, salvo la pesca de la claria cantonesa o su similar en los muy contaminados ríos y canales locales. Los supermercados están medianamente surtidos de productos de tercera o cuarta calidad. La policía con sus uniformes demasiado grandes campea por todas partes, y el internet está espiado por completo. Esta gente tiene hambre, siembran unos matojos en sus techos o sus balcones para suplementar la dieta que pueden poner en la mesa entre remesa y remesa de Hong Kong, pero a la vez desprecian a los hongkoneses y dicen que no son la verdadera China. Esta es la verdadera China, la de personas que no miran a los ojos al hablar, que mienten a conciencia y que temen a la libertad; eso es, tienen miedo de la libertad y de su significado. Es mejor esperar que el amigo o pariente en Hong Kong mande más dinero pare servir falsa comida española en un falso restaurant español con un falso chef español. Llamo para hacer una reservación y el chef Antonio es un fantasma inexistente. La comida local, cantonesa como la de Hong Kong, es pésima, a diferencia de la de Hong Kong que resulta exquisita porque es cocinada con amor y servida con arte, esta comida es una mezcla de fritanga y hervidura tirada como quiera en un plato grasiento, así y todo la propietaria me grita en la cara que esto es China, que Hong Kong es una China falsa. Que cara, tiene me digo, luego que ha exprimido a su familia o amigos del otro lado de la línea fronteriza para que le monten este tinglado. Salgo convencido que la verdadera cultura cantonesa está en Hong Kong, y también la verdadera cultura china. Y la verdadera cocina. En Hong Kong tienen la academia de la lengua cantonesa y todos los colegios enseñan mandarín y cantonés, aquí solo se enseña el mandarín, como mandan los mandarines de Pekín.

Ya es de noche y esto está lleno de chicas jóvenes, pese a la política de un solo hijo y al rechazo a las niñas, me doy cuenta que si bien en el campo quieren niños para que trabajen la tierra mucha de esta gente quiere niñas para ver si se casan con un extranjero o un hongkonés, no para salir de este infierno, sino para atraer al extranjero a este infierno y montar un negocio que permita la subsistencia. No se atreven a ser libres, los únicos actos de rebelión que se atreven a llevar a cabo son cruzar la calle por donde quiera, a conducir como cretinos sonámbulos, y a pasar por encima a cuanto extranjero vean con sus oxidadas bicicletas.

La ciudad es una amalgama de edificios deformados por caóticas tuberías que les bajan por las fachadas; donde quiera que hay baños hay tuberías que bajan por toda la fachada, hay plantas por todas partes, ni una sola flor ni una sola fruta. El único color en los edificios despintados lo pone la ropa en las tendederas, todo de color muy triste, de un color río sucio, tal como el de un canal que atravesamos para ver Shaiman Island, el enclave europeo del siglo XIX, que es hoy un lugar triste y desolado con la sola excepción de la tranquila y desierta misión católica y un parque vigilado por policías y esbirros de civil. Nadie se atreve a saludar a un extranjero y regresamos al hotel, ya que nadie sabe donde se encuentra la parte vieja de la ciudad, ni los jardines tradicionales, y nos gritan “no photos, get out of here” en un par de lugares. Vemos unas cuantas ruinas de viejos caserones entre los míseros rascacielos, las colmenas de esclavos típicas del comunismo esclavista. Entre la maleza de lo que debió ser un huerto popular maoísta se ven las ruinas de una muralla histórica a la cual han arrancado piedras y tejas para construir no se sabe qué cosa, todo está enrejado, la sensación de opresión es pesada e insoportable. Todo es gris, las dictaduras se viven en blanco y negro, al otro lado, al final del éxodo, la vida cobra color.

Varios personajes con pinta de segurosos se ofrecen para darnos giras por la ciudad, previo pago de varios cientos de yuans. No se atreven a aceptar pagos en dólares de Estados Unidos o de Hong Kong. Tiene que ser la moneda local, con la efigie de Mao. No gracias, vamos a todos lados por cuenta nuestra, esta es la única ciudad del mundo de todas las que he visitado en que los taxistas no hablan con sus pasajeros, ni siquiera lo intentan. Es una ciudad deprimente. Me dicen hoy que han sembrado palmas reales como las de Cuba, que es la isla que no se toca. O la dictadura que no se toca, le corrijo al chino. Y este es un chino de a pie, que ni bicicleta tiene, y está trabado en la contradicción de odiar a Hong Kong y pedir que le manden dinero para sobrevivir. Y ni hablar de un “buenos días”, o de la palaba “gracias”, la frase “qué es lo que quiere” ladrado en la cara parece sustituir al saludo. El lugar de las gracias lo ha tomado la expresión “ok” como sí merecieran automáticamente cualquier cosa que reciben. Nada se mueve sin un “regalo”. Muy sintomático también que algunas banderas tienen un compresor que les sopla aire para que ondeen permanentemente y en la dirección deseada, ni el viento es libre.

Mientras tanto, el periódico del Partido -en inglés y para turistas- propone como gran historia de éxito la saga de una campesina que “ha llegado, que se ha hecho”; la pobre mujer ha tenido éxito como criada para chinos ricos y para extranjeros, y exhorta a la mujer sin educación universitaria a “emprender una carrera en el servicio doméstico con la gran oportunidad de aprender a cocinar platos occidentales y de quizás aprender otro idioma”, pero con la misión de enseñar a los extranjeros los “valores chinos”. Vaya valores estos, donde la vida de un niño vale tan poco que su suerte está echada por la política de un matrimonio, un hijo, que por demás la cúpula partidista no la ve como cosa que ellos tengan que cumplir, esas imposiciones son para el populacho esclavo.

Una carrera muy próspera de la cual no habla el periódico es la de matón a sueldo: por el equivalente de treinta y dos dólares americanos un matón viene del campo, hace su trabajo y liquida al que sea. Muchos segurosos retirados se dedican a esto. Al caso de un par de días por la calle comienza uno a distinguir al seguroso por los zapatos y las gafas de sol Ray Ban. Una manera de dejarles saber que ya uno se ha dado cuenta de que andan tras de uno es decirles “nice shoes” o “cool glasses”. Nada les molesta más que uno se ría de sus zapatos de seguroso. Estos mismos personajes se encargan de controlar la prostitución con rusos y africanos, además del negocio de los mendigos, a los cuales instalan en lugares céntricos y al final del día les quitan el poco dinero recogido.

Y una carrera desdichada sin duda, es la de rockero, especie social vigilada por los cuatro costados y última carta de la baraja chinesca. En el mercado de guitarras uno puede encontrar cualquier cosa, desde falsificaciones a guitarras hechas en China por Fender y Gibson bajo los marcas de Squire y Epiphone, sin que sorprenda mucho, hay otras que también son fabricadas aquí por esas marcas bajo su nombre propio aunque no destinadas a la venta local. Aparecen, y con precios muy similares a los de los Estados Unidos, pero sin número de serie. Todo dicho. Los instrumentos de uso también son de una procedencia imprecisa, por no decir menos. El chico de la tienda lo escucha todo, listo para en cualquier momento dejar todo atrás. La chica del café sueña con un buen hombre que la rescate del tedio en que se vive en este país.

Lamentablemente, muchos laowai (expatriados occidentales, la palabra es tan peyorativa como gringo) no tienen idea de lo que sucede a su alrededor o callan por alguna razón que no se han dedicado a explicarme. La mayoría de ellos trabajan para empresas de sus países, o vienen a enseñar su idioma natal, o en un programa de intercambio a aprender chino. Todos ellos dicen ser apolíticos. Es decir, que no tienen el menor interés en la vida real de este país. También están los herederos de izquierda, esos que viajan con un dineral inagotable heredado de sus muy capitalistas familiares, y a estos se les puede ver comprando viejas medallas maoístas y textos del gran líder en la Academia Chen, uno de los pocos edificios históricos junto al templo de Guang Xiao, que se conservan en la ciudad y que no tienen una carga maoísta, pero que se han revestido de una carga nacionalista impresionante. Hay una tercera clase, los aventureros de negocios que creen que cada chino necesita de un montón de productos americanos y que tienen dinero para comprarlos, están también los que vienen a China para no pagar impuestos en sus países o casados con una nativa y se aplatanan en la realidad sin plátanos de Cantón.

Otra comunidad importante son los comerciantes musulmanes y sus extensas familias. Además de los tratos comerciales con africanos para exportar teléfonos celulares y electrodomésticos a esos países, también tienen el negocio de llevar mujeres chinas de religión musulmana a sus países, como esposas. Son muy apreciadas por la complexión de porcelana de su tez. Como capítulo aparte, también se destacan en el negocio del hachís.

Los japoneses también son una comunidad económica muy importante en Guangzhou con propiedades que van desde tiendas hasta fábricas y de edificios a restaurantes. La relación con Japón es de amor y odio, ya que quieren emular a Japón en todo, pero les odian por las crueldades y salvajismo del ejército imperial nipón durante las guerras sino-japonesas. En septiembre del 2012, Japón anunció que compraría las islas Daiyou que son objeto de una disputa territorial con China y la ocasión fue aprovechada por la facción nacionalista del partido para instigar una serie de manifestaciones anti japonesas que llevaron al ataque y destrucción de consulado japonés en esta ciudad de Guangzhou, quema de fábricas japonesas en las afueras de la ciudad, vandalismo contra comercios japoneses y la destrucción de cuanto auto de fabricación japonesa encontraran en la vía pública. El restaurante japonés Furusato, del Garden Hotel de la ciudad, fue reducido a escombros y el lobby de hotel fue arrasado por los manifestantes, lo cual demuestra el control que aún tiene el partido sobre las masas y el poder de movilización sobre la población que puede ser enardecida con un discurso nacionalista con mucha facilidad. Un buen contraste cuando se ven las colas en los consulados occidentales y el mismo japonés, muy bien nutridas de chinos que desean emigrar y se pregunta uno cuantos no habrían participado en esos mismos disturbios hace unos meses y ahora están ahí junto a personas que sinceramente quieren dejar la pesadilla detrás.

El mercado de las perlas y el jade en Guangzhou, en la Plaza Liwan, es en realidad el mercado del estraperlo, con comerciantes que tratan de inflar el aprecio si el posible comprador es americano. Se trata de un centro comercial de los ochenta, sucio y abarrotado de pequeños espacios llenos de sacos de perlas y cajones de jade, con productos semi elaborados y terminados, que parecen ser mucho más baratos que lo que su precio indica, es decir, cuando se molestan en decirle al comprador cuanto quieren por algo, no es el lugar indicado para buscar una obra de arte, ni una joya bien hecha, ni una buena obra de orfebrería. El mal gusto y la vulgaridad tienen un templo en este mercado de falsedades, que si estas perlas fuesen auténticas serían custodiadas por guardias malencarados y bien armados. Sin embargo, el lugar carece de toda protección y seguridad. Típica trampa para turistas occidentales.

El Río de las Perlas  es la arteria fluvial de la ciudad, y todos hablan de la belleza de la vista urbana desde la cubierta de un barco de paseo. El barco se llena pronto, de turistas y lugareños, que al grito de “a comer” proferido por un empleado del barco se lanzan desaforadamente sobre una escasa cena de pobre aspecto y peor olor. Finalmente, la luz del día decae y el río se ve negro en lugar de sucio y comienza el espectáculo de luces de la ciudad Potemkin: se iluminan los edificios de las grandes compañías nacionales y extranjeras que se alinean a lo largo de las riberas y se iluminan  también los paseos a ambos lados del río. Edificios de oficinas, apartamentos para nuevos ricos políticamente integrados y correctos, la torre de Cantón, que es imponente, todo iluminado. Unos metros más allá, tierra adentro, la Ciudad se mantiene  tan a oscuras como siempre. Todo muy siniestro. Al regreso, por callejuelas laterales sin importancia, se ven gentes que cargan enormes bultos de baratijas sin vender, otros que comen en mesas que los restaurantes locales ponen en la acera, en medio de la inmundicia y con pobres perros callejeros que hurga a su alrededor, eso es lo que sucede en las sombras en la vida del chino de a pie, mientras que la China de los nuevos ricos partidistas, los empresarios y el turista crédulo vende el espectáculo de luz y color como algo auténtico. Es decir, auténticamente falso.

El moderno aeropuerto de Guangzhou – diseñado por una estrella de la arquitectura europea – no se caracteriza por su limpieza o eficiencia, en medio de la modernidad el único toque de tradición china lo dan los inodoros: son placas cerámicas sobre las cuales el cagante se acuclilla y toma puntería para colar su carga a través de un hueco. Los pisos del aeropuerto distan mucho de estar limpios, los pasajeros resuelven sus diferencias con los empleados de las aerolíneas a gritos y manotazos. El avión rumbo a Pekín se pierde en la nube tóxica que cubre a la ciudad de Guangzhou, mientras que deja detrás la vista de algunos caseríos campesinos premaoistas. Al menos, esos tienen un encanto antiguo y rural.

Beijing Pekín.

Desde el aire Pekín se percibe como un conglomerado de edificios que sobresale de una nube toxica gigante, rodeada por varias copias de los campos de golf europeos o americanos, con villas de lujo a su alrededor. Desde tierra, Pekín demuestra que Ceauscescu era un alumno mediocre y desaventajado del camarada Mao, que fue un verdadero maestro de la arquitectura y urbanismo de la represión. Ni siquiera con los grandes proyectos de arquitectura de las Olimpiadas y las grandes empresas comerciales, la mediocridad gris de la represión de diseño puede atenuarse. Tian An Men tiene esa luminosidad siniestra de los lugares donde el crimen masivo es una rutina, el encanto de los jardines que la rodean se destruye por la presencia de ese monumento a la represión.

Hay  muchos monumentos, templos y jardines antiguos preservados en Pekín. Todos esos sitios carecen de otro significado que no sea el ideológico y entristece ver el Gran Templo Celestial que una vez fue el complejo budista más grande del mundo convertido en una gigantesca máquina de recaudar dinero sin menor asomo de actividad espiritual, lo primero que hizo Mao fue sacar a los monjes por la fuerza. La religión del neocomunismo chino es el dinero.

No se puede decir que Pekín sea una ciudad con encantos, porque es antiséptica y sin alma. Sólo en algunos de los vecindarios que rodean a la ciudad prohibida aún subsiste algo de la tradición de China. El pekinés se ve mejor vestido y mejor alimentado que el cantonés, y la comida en Pekín es mucho mejor, incluso la comida cantonesa que se sirve en esta ciudad es mejor que lo que pueden servir en Cantón. Los mercados están mejor surtidos y la cantidad de boutiques y concesionarios de autos de lujo es impresionante. Abundancia sin libertad. Se puede conducir un Maserati de último modelo, portar un Rolex, vestir de Saville Row, hacerse acompañar de una dama vestida de Valentino con un collar de perlas Mikimoto y vivir en una lujosa villa pero hay que o ser miembro del partido o callar. Ahora que el partido no es masivo sino una casta, la gente prefiere callar. No todos, naturalmente. Un adolescente me pide hacerse una foto conmigo, en el parque cercano a Tian An Men, buscaba retratarse con un occidental para presumir ante sus amigos. La burla es que los pekineses flacos son en realidad policías que importan de las provincias.

No sólo hay lujo, hay verdaderos recintos amurallados que datan de hace ya varias décadas que ocultan viviendas insalubres que albergan a miles y miles de chinos en la miseria. Muy cerca del turista, pero muy lejos de su mirada, en el mismo centro de Pekín. La mirada indiscreta del viajero las descubre. La diferencia entre viajero y turista es que el viajero se aventura en esos sitios mientras el turista se dedica a visitar solamente los lugares sugeridos por las guías y el partido, donde ve al sector de mediana edad de la población de Pekín participar en bailes masivos, al parecer una actividad recreativa permitida por el régimen a juzgar por su omnipresencia en todos los grandes parques; bailan para no pensar y para no quejarse, el baile es como una lobotomía a gran escala en esta ciudad.

Los jóvenes descontentos han perdido toda esperanza de cambio, y no creen en los disidentes permitidos. Aquí los verdaderos disidentes y los verdaderos artistas contestarios no son publicados o tolerados ni por el régimen ni por los disidentes permitidos, la amenaza de ambos se siente como un peso insoportable y es aún más tóxica que la nube de polución que se cierne sobre Pekín. Estos jóvenes sueñan con Australia, el Canadá y con los Estados Unidos, porque saben que aquí no tienen cabida.

La luminaria disidencial con visos de celebridad local que se gastan por estos lares no respondió a mi llamada para tener una buena conversación. Su oficina dijo que no podía atenderme, porque está muy ocupado. Así es, la disidencia permitida tiene oficinas y atienden sólo si uno tiene la suerte de obtener cita. Curiosamente, en esa oficina trabajan algunos extranjeros. Sorprendente, ¿no es cierto? Es como la disidencia de cara al mundo, de exportación, a la cual no interesan ni los jóvenes artistas, ni los escritores underground, ni los rockeros, por no hablar de pensadores y artistas de mediana edad que jamás han comulgado con el régimen. Para ser disidente permitido, y aceptado en el exterior, se tiene que haber estado de algún modo comprometido con el régimen en algún momento, me aseguran. A la disidencia permitida le interesa sólo la disidencia permitida, y son los primeros en denunciar a los verdaderos disidentes, cosa muy familiar.

En Pekín, al extranjero se le trata aún con más desconfianza que en Cantón. Si la referencia en Cantón es Hong Kong por la cercanía y la presencia de exiliados cantoneses en la ex colonia, en Pekín la referencia es Seúl y Tokio, donde se han exiliado personas de estas áreas del país. La relación con el exiliado es la misma que en Cantón, no saben si les aman, si les odian o si les tienen envidia, lo que sí saben es que tienen dinero que les viene muy bien para disfrutar de una relativa abundancia en silencio político. El conformismo está generalizado, y los únicos actos de “rebelión” lo constituyen el tratar de timar al turista, y manejar como locos. Hoy en día el régimen se percibe como extremadamente autoritario, y no hay política alguna a nivel de la lo población, sólo imposiciones, que no se discuten ya que por designio “supremo” estas órdenes son órdenes y no se discuten. A cambio del comercio y la abundancia, los mandarines han prescrito una dieta de silencio, y casi todos los chinos se han acostumbrado a que en bocas cerradas no entran moscas y sólo abren la boca para comer. Como en Rebelión en la Granja, los cerdos se han vestido con las ropas del granjero, y su comportamiento viene a ser muy similar, son más iguales que la resto estos cerdos del partido, y han impuestos sobre los otros absoluta obediencia, y los correctivos no son nada benévolos para aquellos que se atrevan a tener una opinión diferente.

La internet en China está muy controlada, y mucho del contenido a que estamos acostumbrados en el mundo libre está férreamente censurado, como áreas de Google, Twitter, blogs, y cualquier página que los mandarines a cargo del tinglado consideren pertinente bloquear o censurar. Los filtros de e-Mail prácticamente cancelan cualquier tipo de mensaje que no se ajuste a las palabras claves predeterminadas por los censores y existen sustitutos locales para Twitter, con mucho control sobre el contenido de los mensajes. El control resulta más severo en Pekín que en Cantón, y se detecta un cierto conformismo o fatalismo con respecto a estos controles.

Pensamientos al vuelo.

La diferencia con el chino (generalmente cantonés) emprendedor que se veía en La Habana es abismal. Tal parece que hubiera una intención manifiesta de negar la imagen del chino trabajador, industrioso y respetuoso de la ley, que progresaba donde quiera que se asentaba y que se integraba a la sociedad, no sólo en el barrio chino o la calle Dragones, sino en todas las facetas de la vida habanera, o de cualquier  gran ciudad o pequeño pueblo de cualquier lugar del mundo con un barrio chino; eso ya no existe aquí.

Quien piense que los cambios llegan automáticamente al instalar grandes compañías americanas o europeas en un lugar atenazado por una dictadura comunista se equivoca groseramente, lo que viene es el esclavismo de estado, un nuevo feudalismo donde los cabecillas del partido hacen las veces de señores y el total de la población está en el más abyecto vasallaje.  Este país es prueba de ello. La desidia, el desprecio por el cliente extranjero -rayano con el racismo y el chauvinismo- son patentes hasta en los restaurantes de comida rápida americana. Lo mismo se puede decir de otros negocios. La industria parece salida de una pesadilla orwelliana y la contaminación ambiental pesa sobre las cabezas de los habitantes de la ciudad. El dinero es la única religión y el individualismo creativo no existe, sólo el egoísmo despiadado. Mientras la marca “made in Hong Kong” garantiza que el producto tiene calidad y precisión, la marca “made in China” es sólo indicador de que el producto es una baratija como las que se encuentran en el mercado mayorista de la ciudad donde los letreros están escritos en chino, árabe e inglés. China también tiene pueblos cancerosos, donde por la contaminación ambiental y la contaminación de los alimentos y el agua hay una altísima incidencia de cáncer y de malformaciones congénitas. La más reciente crisis occidental provocó el cierre de una infinidad de fábricas y el aumento desmedido del desempleo y también que muchas ciudades construidas alrededor de éstas fábricas se convirtieran en ciudades fantasmas. Esta es la maravilla del modelo chino, mucho cuidado con sus proponentes.

 


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